Maldito Beneficio
Quiero que sepa el estimado
lector, si es que todavía no lo ha rastreado por la nube, que este humilde
juntaletras, en su tiempo, fue una persona importante y digo esto, no por
arrogancia, si no porque durante 8 años fui el alcalde de mi pueblo, Legorreta,
y eso, además de ser algo muy importante, es el mayor honor que he ostentado.
Al parecer, mi falta de valía y mi carácter crítico, me impidieron alcanzar
cotas mayores y por ello, querido lector sufridor, aquí estoy yo, juntaletras
del ramo agrario, dándole la murga, semana sí y semana también.
Pero tengo que reconocer que mi
paso por las responsabilidades municipales me sirvieron para tener conocimiento
sobre multitud de cosas que, de otra forma, no hubiese conocido. Una de ellas
es que al gestionar una obra, mejor dicho su licencia de obras, se desgajaban
diversos conceptos (ejecución material, gastos generales, beneficio
industrial,…) puesto que algunos de ellos estaban sujetos al correspondiente
impuesto y otros, no. Teóricamente al menos, los presupuestos recogían un 6%
del presupuesto en concepto de beneficio industrial y desde el desconocimiento,
le tengo que reconocer, que me extrañaba dicha mención explícita, sobretodo,
teniendo en cuenta que los que analizábamos dicho presupuesto dábamos por
supuesto que dicha actividad conllevaba, implícitamente, un beneficio para el
emprendedor.
Pues bien, aunque nos encontremos
en las antepuertas de la nueva normalidad de Pedro Sánchez, parece ser que lo
que a todas luces es normal resulta algo “anormal” en la vida real y así,
tenemos que observar cómo es el propio Gobierno el que se ve obligado a
intervenir, a través de la Ley de la Cadena Alimentaria, a establecer una serie
de condicionantes como es que el precio abonado por un producto sea superior a
los costes de producción del mismo y así, consecuentemente, en lo que se
refiere a la cadena agroalimentaria, que la industria o cooperativa abone al
agricultor y/o ganadero un precio que al menos cubra los costes de producción,
que la distribución abone a la industria y/o cooperativa un precio que cubra
los costes de transformación y/o manipulación, que ambos eslabones abonen un
precio que cubra los costes del transportista y finalmente, que el consumidor,
tan sensibilizado y concienciado tras balconear solidariamente durante estos
últimos meses, se rasque el bolsillo y abone un precio que, cómo no, cubra
todos los costes inherentes a la cadena.
Como decía, alineados con el
dicho popular de “una cosa es predicar y otra, dar trigo”, en la vida real y
más crudo en el mercado actual, una cosa es la teoría y otra la práctica y así
tenemos que en numerosas ocasiones, alguno de los eslabones trabajan si
percibir por ello un precio que remunere sus costes y que la bienintencionada
ley se queda en papel mojado.
Ahora bien, hablando de costes de
producción y ahora que a todo pichichi se le llena la boca con que el precio
debe cubrir los costes de producción y que, consecuentemente, debe prohibirse,
por ley divina, prácticas abusivas como la venta a pérdidas, la venta a
resultas, etc. , creo que ha llegado el momento de introducir en nuestro
discurso el concepto del beneficio agropecuario porque flaco favor hacemos a
los productores de alimentos que pasan más horas que un reloj trabajando la
tierra y gobernando su ganado para que, a fin de mes, se encuentren con que,
con el precio abonado sólo les alcanza para abonar los costes y de ahí en
adelante, deben vivir del aire o de la misericordia.
Creo que todos nosotros acudimos
al puesto de trabajo para, además de cubrir los gastos ocasionados por el
trabajo que desempeñemos (transporte, comida, herramientas, servicios
subcontratados, etc.), obtener un margen de beneficio que nos permita vivir,
tener algún que otro vicio, invertir y sacar adelante nuestras familias y eso
es, justa y recíprocamente, lo que debemos plantear, en nuestro caso, para
todos los eslabones que conforman la cadena agroalimentaria y muy especialmente
para ese eslabón que todos reconocen como el más débil de todos, el productor.
Eso sí, si acaban por obtener algún beneficio, corren el grave peligro de ser
considerado o tildado de ser un empresario obsesionado por el dinero y movido,
en todo aquello que emprenda, por inconfensables intereses.
Más aún, en un colectivo como el
de los productores agropecuarios donde la dedicación profesional, lo que
algunos llamamos jornada laboral, hora arriba hora abajo y dependiendo de cada
subsector, supera frecuentemente las 3.000 horas anuales mientras la gran
mayoría de los mortales (he dicho mortales, por lo tanto, autónomos quedan
excluidos) andamos por las 1.700-1.800 horas.
Ahora que hago mención de las
horas que meten nuestros productores, y con ello acabo, me viene a la cabeza
que este simple hecho, el diferencial de horas y las jornadas excesivas que
sufren nuestros productores bien podía ser un tema a analizar por parte de la
Ministra que con tanta preocupación aborda el tema de la esclavitud en el
campo.
Xabier Iraola Agirrezabala
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