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Ernesto me quiere llevar al huerto

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Mi vecina Alejandra, gallega de pura cepa, trabajó la huerta hasta bien cumplidos los 80 años y con una disciplina digna de todo elogio, se tiraba casi toda la mañana, desde bien temprano, para sacar adelante su huerta de aproximadamente unos 1.000 metros cuadrados. La labor diaria de esta vecina que, además, sacó adelante los trabajos domésticos de una familia de 3 hijos, se repetía día sí y día también, lloviese o calentase de lo lindo y fruto de ello, además del rendimiento económico, tenía una huerta que era (aún sigue siéndolo con su hija Lola) la envidia de los vecinos puesto que estaba mucho más limpia y bonita que, incluso, alguna casa. Por ello, no me extrañó en su momento, cuando el Gobierno Vasco tramitaba una normativa sobre el Paisaje, que en el documento oficial se recogiese una mención expresa sobre el perjuicio al paisaje de las huertas “clandestinas” que se ubicaban en las orillas de carreteras, autopistas, vías de tren o riberas fluviales y sobre el efe

La alegría de la huerta

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Hace unos 50 o 60 años, miles de personas de otras comunidades del estado español vinieron a Euskadi con el ánimo de trabajar y así labrarse un mejor futuro para sus familias. Muchos de ellos provenían de pequeños municipios rurales de Castilla, Extremadura, Andalucía o Galicia básicamente y por ello, bastantes de ellos, con el fin de aliviar la maltrecha economía familiar optaron por ocupar las riberas de los ríos, carreteras, vías de tren, etc y destinar esas tierras, muchas de ellas de propiedad difusa, a la labranza. Todos conocemos municipios vascos cuyos márgenes de carreteras, vías y ríos están abordados por estas huertas donde además de las hortalizas afloran, bastante más fácil que los champiñones, las consiguientes chabolas para aperos y demás enseres con lo que, lo que comenzó siendo unos pequeños huertos, en algunos casos acaban siendo verdaderos cortijos donde las chabolas de aperos se transforman en un coqueto refugio para el tiempo de ocio. Tanto es