Perrotimbre
Acabadas las vacaciones de verano son aproximadamente 15 días que me
incorporé a “mis labores” y aunque la vuelta está resultando
complicada, no es menos cierto que no está el horno como para alegar
chorradas como lo del síndrome post-vacacional y que es momento de,
además de agradecer que tenemos trabajo, arremangarse y enfangarse
hasta las partes nobles.
No obstante, diferentes situaciones vividas y escuchadas en este
verano, provocan que no pueda quitarme de la cabeza un pensamiento
que me ronda sobre la relación de los humanos con el mundo animal,
tanto con los animales domésticos como con los animales salvajes.
Me explico, a mi mujer le dan pánico los perros, basta con verlos a
medio kilómetro para ponerse rígida, paralizada y empezar a
retorcerme el brazo para que le defienda y esta situación llega a
ser tan evidente que, incluso los propietarios de los propios perros
se percatan de ello y nos lanzan un “tranquilos, no hace nada”
que, en vez de calmarla, no hace más que sulfurarla aún más. No le
falta razón puesto que son muchísimos los propietarios que invaden
calles, plazas y playas con sus perros sin atarlos, sin sujetarlos y
sin tener en cuenta que la sola presencia de esos animales sueltos
les provoca miedo y que donde estos animales hacen sus necesidades
suelen andar niños y/o adultos que estamos hasta los mismísimos de
pisar trofeos.
Dicho lo dicho, lo que me resulta curioso de la cuestión, más allá
de los ataques de pánico de mi señora, es la relación de amistad
que muchísimos humanos han llegado a entablar con sus mascotas y la
evolución que dicha relación, entre humanos y animales domésticos,
especialmente perros, ha tenido en estos últimos años o décadas.
Hasta no hace mucho, el perro era un animal doméstico con una
función concreta como podía ser la guarda de la casa, el manejo del
ganado en el caso de los pastores o la recogida de las piezas
abatidas en el caso de los cazadores y la relación entre ambos,
humano-animal, era jerárquica, con un humano predominante, y acotada
a momentos puntuales donde el animal cumplía con las funciones o
tareas que tenía asignadas.
Ahora, por el contrario, el perro es un miembro más de la familia,
¡qué digo yo!, es el rey de la familia y por ello vive con sus
familiares en sus habitaciones, come croquetas, precocinados y pienso
especial para mascotas, se va con ellos de poteo, a la playa y si hay
que irse de viaje, ¡qué puñetas! pues se va, se le compra ropitas
(a semejanza de la Barbie), si llueve se le pone chubasquero, etc.
Ya perdonará estimado lector si usted es uno de ellos, aún a
sabiendas de que me voy a meter en un berenjenal, pero creo que
....
estamos agilipollados y lo que es peor, todas estas cuestiones y
actitudes tienen, a mi entender, su reflejo e incidencia directa en
la relación y percepción que los humanos tenemos con el reino
animal, no sólo doméstico, sino también con los animales salvajes.
Comenzamos con el chubasquero del perro, seguimos, considerando
humillante que el perro que guarda la puerta del caserío esté atado
y por eso lo llaman, peyorativamente, perrotimbre (seguro que quienes
así lo llaman desconozcan que Internet vende artilugios chinos que
cuando tocas el timbre de casa simulan la existencia de un perro en
su interior), continuamos considerando un espectáculo denigrante
algo tan nuestro como la sokamuturra, evolucionando hasta estimar una
salvajada algo tan natural como la matanza del cerdo en el caserío y
acabamos aceptando que todos los animales salvajes, bichos y
bichejos, tienen derecho a vivir a sus anchas, incluso mejor que los
propios humanos, por ello, en consecuencia, impulsamos toda una
batería de leyes, normas y decretos con el único objetivo de
proteger a los animales salvajes aunque, al mismo tiempo, estemos
haciendo la puñeta a los paisanos del lugar que viven en el
territorio.
En estos momentos, con la sociedad tan adormilada que tenemos los
miembros de la familia animal, domésticos y salvajes, tienen más
derechos que nosotros mismos y así, en la actualidad, nos
encontramos con un territorio invadido por una plaga de jabalís,
corzos, buitres, … que campan a sus anchas por el territorio, que
amargan la vida a baserritarras, forestalistas, propietarios en
general y frente a ellos, unas administraciones públicas, temerosas
y recelosas de la reacción que una política de control de población
de animales salvajes, eficaz y sostenida en el tiempo, generaría en
esos urbanitas acostumbrados a compartir mesa y mantel con sus perros
y con un sentido de la relación humano-animal totalmente
desvinculada del medio natural y rural.
Lo siento, no quiero calentarme, pero mucho me temo que de continuar
así, en pocos años nos podemos encontrar con una situación
incontrolable que dejará a nivel de chiste lo que la Biblia recogía
como las diez plagas de Egipto.
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