GILIPUERTAS
Personalmente, desconfío de todo aquel que tras vivir bastantes años
en un mismo pueblo ni tiene amigos ni cuadrilla para tomarse unos
potes en los bares de su pueblo.
Algo hemos hecho mal si tras vivir año tras año en un pueblo no
hemos sido capaces de socializarnos y conformar una cuadrilla, ese
reducido grupo de incondicionales que tanto te insufla oxígeno
cuando la situación general te ahoga como que te agobia cuando lo
que necesitas es algo más de libertad de movimiento. La cuadrilla es
así, están a tu lado, a veces excesivamente cerca, para lo bueno y
lo malo, para cantarte las cuarenta y para recordarte, aún con su
silencio, que eres uno de los suyos.
Tranquilos, no es mi intención hablar hoy sobre la amistad pero sí
que quisiera mencionar los cambios, profundos cambios diría yo, que
se están produciendo en nuestra vida y que están cambiando
radicalmente tanto nuestro día a día como nuestra concepción de la
vida cotidiana.
Cuando yo era pequeñito mis padres, tras volver de visitar a una de
mis hermanas de colonias con la CajadeAhorros en Ribavellosa, en el
camino de vuelta recalaron en Albelda de Iregua, pequeño municipio
eminentemente agrario a unos 12 kilómetros de Logroño que en la
actualidad, imagino, será un municipio absorbido por la expansión
de la capital. Pues bien, en este pueblo, más concretamente en casa
de Matías y Laura, pasamos muchos veranos gozando de sus magníficas
piscinas, visitando las fincas de frutales, las bodegas excavadas en
la montaña y a la noche, pasábamos, unas deliciosas veladas sacando
el banco a la calle para ir conversando con nuestras vecinas más
próximas, Teresa y Clara, pero también con todo pichichi que pasaba
por delante y así, seguíamos con interés los vaivenes de los que
iban o volvían de los bares de abajo, especialmente, del Círculo.
Igualmente, en mi pueblo, Legorreta, existía (aunque tengo que
reconocer que aún algunos lo mantienen) el rito del café de la
tarde donde los más o menos jóvenes de cada casa salíamos a tomar
el café a eso de las dos y volvíamos a casa hacia las 7, justo
justo para ducharnos y volver a salir. Como se imaginarán esas cinco
horas de café no eran más que cinco horas de socialización donde
se alternaban el café, la tertulia, las discusiones más peregrinas,
los bostezos y las riñas y donde, sin orden alguno y sin derecho de
admisión por parte alguna, uno iba hablando con todo aquel que se
arrimaba al bar y que estuviese dispuesto a abrir un poquitin sus
entrañas a la curiosidad de los contertulios.
No había prisa ni para volver a casa ni para nada pero la verdad sea
dicha es que con esas maratonianas sesiones en las escaleras del
Guadalupe o en la terraza del Olaso íbamos conformando esa telaraña
social que nos permitía salir de casa sin quedar previamente con
nadie.
Sí, lo digo porque ahora, todos, o casi todos, tenemos más de 100
amigos que no conocemos en el Feisbuk pero somos incapaces, o al
menos nos cuesta bastante, tomar un pote sin haber quedado de
antemano y nos parece una auténtica perdida de tiempo pasarnos unas
horas de la tarde del sábado conversando con todo aquel que aparezca
al bar mientras nos pasamos el doble de horas, sólos, como
gilipuertas, mirando la pantalla tonta de la tele o la pantalla
esclavizante del ordenador o videojuego.
Al igual que nos ocurre con nuestros hijos/as a los que agobiamos con
una intensa agenda de actividades sociodeportivas sin tiempo ni para
aburrirse ni para jugar, los padres hemos caído en la misma rutina y
tras habernos autoimpuesto un planning que nos atosiga, al final de
la semana, nos damos cuenta que, una vez más, ni hemos hecho nada
provechoso ni hemos cogido tiempo para estar con los amigos y
vecinos, ésos que son unos completos desconocidos a pesar de
convivir durante años y años, puerta con puerta.
En mi opinión nuestras costumbres, imperceptiblemente, han cambiado
tanto que ni nos damos cuenta de ello y hemos perdido la noción de
lo importante que es la faceta social o comunitaria de nuestras vidas
y en este aspecto, el mundo rural y sus pueblos pequeños tienen,
todavía, todas las de ganar puesto que en materia de socialización,
el tamaño sí importa.
No obstante, no conviene ni idealizar ni despreciar estas cuestiones
que caracterizan la vida rural pero sí ser conscientes de la
importancia de las mismas y fortalecer los mecanismos y entornos que
la posibilitan bien sean mecanismos sociales (asociacionismo, centro
escolar, etc.) como lugares de encuentro comunitario mediante el
desarrollo de un urbanismo amable que impulse las plazas, los
parques, etc y posibilite los lugares comunitarios como son los
bares, ostatus, gaztelekus, centros cívicos, etc.
La vida comunitaria, aquella que desarrollamos en común con nuestros
más allegados (familia, amigos, vecinos, etc) es la que
verdaderamente da sentido a nuestras vidas y al mismo tiempo, la
única que genera auténtica vida a nuestros pueblos, a nuestras
comunidades porque, de lo contrario, opino (sin querer herir a nadie)
que conformamos una comunidad de auténticos gilipuertas, expertos en
gestionar amigos virtuales pero incapaces de compartir nuestro tiempo
con los amigos reales.
Xabier Iraola Agirrezabala
Comentarios
Egun batean tabernan galtzerdi zuri eta zapata beltzak zeramatzan baserritar bati buruz idatzi zenuen artikulua gogoan dut, ez litzaidake batere gustatuko norbaitek zure bloga irakurri eta baserritarrok zuzen idazten ez dakigula pentsatzerik.
Agur bero bat.